La gente no habla con desconocidos en los autobuses
Diseccionada en nueve partes se va tejiendo una historia por momentos hilarante, por momentos sensual, y casi siempre violenta, con la violencia del presente. Con gran habilidad Quelal Pasquel nos describe a una sociedad ausente y utilitaria que no habla (y que no se escucha) y sus personajes son el resabio de otro tiempo, del rock ´n roll, del Quito Fest, del Hombre-Orquesta, una serie de personajes que giran en torno a una idea, a un propósito: salir de la sociedad ausente envuelta en miedo y silencio para mostrarse sin caretas, sin máscaras.
Cargada de matices “La gente no habla con desconocidos en los autobuses” nos describe a una pasarela de personajes y lugares que se vuelven entrañables por la habilidad y oficio moldeados en el texto: la librería La Pirámide; el trovador rockero-electrónico Steve Assange con su guitarra firmada por Rafael Correa; los Fobia 7; el oxidado autobús de la flota Otavalo en el deshuesadero; Fabián, el filósofo friki que redacta el manifiesto que es leído por la voz de San Biritute y que es el librero onanista del lugar.
El manifiesto contra la ausencia, contra la soledad patológica, el descreimiento de la utopía, la avalancha de lo cotidiano y la ternura de ese sentimiento que revolotea sensual y es nombrado como El Amor, se escurren entre las líneas del libro, donde Sven Salcedo encarna la acción y la entereza de estar vivo en un lugar como este que traspasa y trasciende lo ficcional, mientras Sade Biler es la conciencia fría y práctica de la novela. Biler reconoce la utopía en los ojos perdidos de Sven, y lo abraza.
La sociedad ausente, entre el silencio y la campaña La gente no habla con desconocidos en los autobuses, estará presente en las fiestas de la Santísima Tragedia.
Cerca del monolito de San Biritute un unicornio se deja acariciar mientras una moneda de cincuenta centavos es aventada al aire y cae al piso mostrando la cara del viejo luchador. (Adriano Valarezo Román)