Lírica médica azuaya. Tomo I
TOMO I
El país, y mucho más la región austral, intentaban vivir.
La sociedad agraria y bastante primitiva, aunque feliz, empezaba a necesitar expansión de mente y cultura, y los poblados iniciales fueron creciendo de villorrios pequeñitos a insignificantes poblados, desordenados, sucios e incipientes, donde se volvía indispensable y mandatoria la convivencia de la gente, en una especie de vecindad casi clerical y monástica.
El feudalismo severo no se podía ocultar de ninguna manera; sin embargo, cuando los hacendados tenían cariño, generosidad y caridad con sus peones trabajadores, estos, de una manera que me pareció siempre medio mágica, se constituían en una especie de hijos adoptados de la hacienda madre, que les proporcionaba trabajo, mieses, yuntas para romper el lábrego, educación, dentro de lo posible, en improvisadas aulas de tierra y cielo y convivían en una singular simbiosis, de todas maneras, feliz.
La calma y la contemplación de la naturaleza, con todos sus bellos cuadros imaginativos, urgían al poeta en ciernes a romper el ocio con sus estrofas. El cielo, el sol, el arcoíris, el arroyo, el estanque y los trinos, entre muchas otras causas de estro poético fácil, reinaban en el corazón sensible.
Dicho esto, comprenderemos que la diminuta Cuenca, la de los cuatro prístinos ríos, empezara a poblarse y con ello la necesidad de escuelas colegio y más tarde universidad, centro de estudios superiores que se inauguró con las carreras más básicas y, claro, médicos que pudieran enseñar no existían, razón por la cual fue traído exprofeso el doctor Juan José Ramos desde Quito, capital bastante más avanzada, para que compartiera sus conocimientos galénicos a los escasos futuros profesionales del área de la salud, en la novísima Facultad de Medicina.
Llegado que fue el médico, con sus charlas anatómicas y más, trajo el primer poema médico que hemos logrado encontrar y aquí se los trascribo. Su fotografía es la única que falta en todo este extenso trabajo; pero, sin intención de disculparme por ello, diría que fue imposible encontrarla, y mucho más imposible al no tener familia que pudiese guardar sus recuerdos y porque, además, la misma ciencia de la fotografía no era otra cosa que un misterio de sales de plata que, al reaccionar, reproducía una imagen del sujeto fotografiado a través de un lente, en borroso papel manchado.
Ramos inaugura la lírica médica azuaya cuando dice “miope el rey de este mundo/de cerca ve lo pequeño/mas lo que es grande y sublime/apenas mira a lo lejos”.
En seguida, aparece un grande de la poesía latinoamericana y cuencana: Miguel Moreno Ordóñez, nacido en 1851. Es uno de los que inaugura la lírica con una producción extensa y de calidad inigualable. Desde los páramos de su hacienda de Tarqui y de los rincones de su casa venteada y de patios internos que aún están en pie y que recorrí, emerge su voz dulce, serena, jubilosa, dolida y beata.
En la muerte de una hija, en el poema “Instante supremo”, una de sus estrofas dice:
“¡No clavéis la caja!/Caliente aun esta,/ y aunque este ya muerta/ ¡por Dios esperad!/ ¡la tomáis en brazos!/ ¿dónde la lleváis?/ Sangre de mi sangre,/ ¡tenedme piedad! yo os juro que solo/ dormidita está!”.
Libro del corazón y Sábados de mayo son dos libros bellísimos en su desarrollo poético. Cada versificación es más bella y metafórica que la que viene. Un grande, sin duda, de la poesía cuencana.
José Mora López (1863). También versifica en mucha menor proporción, junto con su colega Nicanor Merchán Bermeo (1880), personaje que brilló en el periodismo frontal y sereno. Hace poesía, lo tenemos aquí, no en gran extensión.
Como si fuese una riada, aparece Alfonso Malo Rodríguez (1881), con valiosa producción. Parecería querer rendir homenaje a nombres altivos y fundamentales en la nacionalidad ecuatoriana, versificar en sus beneficios y es así como, en sendas composiciones, canta a Abdón Calderón, Solano, Huayna Capac, Montalvo y otras decenas de aguerridas personalidades del Ecuador.
David Díaz Cueva (1881), intenta escribir y lo hace, mas nosotros pudimos recaudar exigua producción, para en seguidilla nombrar a José Rafael Burbano Vázquez (1883), quien escribe significativamente: “Deje que su cadáver se llevaran/ de la alcoba sombría:/ deje que de mi lado la arrancaran/ como una cosa que ya no era mía../ Con un tinte trágico su obra es importante. / Nos sobra aun crepúsculo,/ alma mía, gocemos/ de la luz que parece que llorara/ sobre el cadáver de este día muerto/”.
Terminamos el tomo I con Agustín Cuesta Vintimilla (1884). Poeta dulce e importante. Su producción es generosa y versifica con una facilidad que asombra