Salvajes (del día después)
Una escisión deambula en el ethos de las sociedades. El horizonte se fragmenta, sin que importen las matrices en las que se edificaron sus cimientos. Esta instantánea del presente resulta atrapada por la prosa breve y precisa de Sandra Araya. La inquietud reverbera en las entrañas de los seres anodinos que se escabullen por las colinas de una realidad distópica, en vista del derrumbe de los sistemas de organización política, sanitaria y espiritual.
Salvajes (del día después) —en diez cuentos— plantea un ejercicio narrativo sobre los demonios contemporáneos. Sus páginas vierten el jadeo existencial de la krisis, mediante una economía del lenguaje que rehúye el artificio. Hay una separación a los límites del individuo, cuyo género se diluye en la androginia y la depauperación, en sintonía con el body horror cinematográfico de David Cronenberg, la narrativa gótica de Mary Shelley y el teatro del absurdo de Samuel Beckett.
La fascinación de Araya por el lenguaje se expresa a partir de aliteraciones y podas gramaticales, hasta conseguir un resultado límpido que recuerda a la prosa japonesa. Además, existe una conexión temática hacia la literatura fantástica de autores como Mario Levrero y Elena Garro, pero desde una deconstrucción obsesiva y audiovisual, en tanto transita por el reino etéreo del hiperespacio y el streaming.
El escenario de Salvajes deposita al lector en un mundo anómalo. Bien podría ser hacia una degradación posapocalíptica o una pesadilla. Hay una cabeza sin cuerpo, cogito ergo sum, en medio del humo de las barricadas de un perenne estallido social. Un grupo de hermanas obligadas a la relación incestuosa y el canibalismo velado. El hijo hipotético surgido de la paranoia de la cuarentena, en una casa familiar regida por mujeres. La inercia propiciada por la falta de estímulos naturales. El estupor de una periodista que termina encerrada en un subterráneo prehistórico. Una viuda que persigue a una sombra con un cuchillo. El fuego homérico de eros calcinando una ciudad andina. Una mujer asalariada poseída por la lascivia de una villa campestre. El suicidio alcohólico de una joven bisexual. Y el asesinato bíblico de un acosador.
La lectura de este libro es un ejercicio de rabia que —a manera de catarsis— sirve de ceremonia para sanear el acabamiento de los espacios vitales. A pesar de la transparencia de su prosa, es una inmersión en la angustia, donde triunfan los monstruos de la razón y brotan las anomalías sensoriales. Al unísono, es una carcajada contra la fragilidad y el destino, delineada mediante el amuleto de la buena literatura.
FONDO EDITORIAL CCE